La comida pésima. Pedimos tres platos y no nos gustó ninguno de los tres: el arroz sólo sabía a perejil (receta tradicional, cierto, pero se habían pasado con el condimento), el bacalao dorado estaba seco y sólo sabía a patata, y la ensalada era una mezcla incoherente de verduras y frutas, con pasta que parecía cocida días atrás. Salimos sin acabar la comida y con hambre. Los platos son baratos pero (costumbre local por lo visto) te sirven dos entrantes y pan que te cobran si no has rechazado explicítamente con lo que la factura asciende unos 8 euros. En total algo más de 25€ entre dos. Las camareras amabilísimas, eso sí. Al recoger la mesa una de ellas nos preguntó dos veces si todo había estado bien, e ignoramos ambas preguntas porque nos daba vergüenza opinar. Un sitio al que no volver, lamentablemente.

El museo no destaca por nada en concreto, y la comida de su cafetería deja bastante que desear, de haberlo sabido me voy a un burguer, más barato y mejor calidad. Ni siquiera sirvieron la bebida con hielo... Lo único destacable, el lugar es tranquilo y merece la pena para tomar un café relajado, por eso se lleva una segunda estrella.