Visité este insigne paraje entre montañas y me aportó felicidad sus vistas, su gente, su dicha y su sol abrasando mi fina piel de jinete. Degusté y paladeé con ansia sus gentes y entablé conversación con sus manjares, aunque bien puedo decirles que tal vez este no sea el orden adecuado. Me perdí en su laberinto, que no me dejó indistinto, casi allí dentro me quedo extinto y a la salida me regalé un vino tinto. Sus callejuelas de piedra me dejaron anonadado, pues ya iba yo algo chisporreado.
Desde que visité Valldemossa, puedo decirles que soy feliz por las mañanas y por las tardes, pues me recuerda que este fue todo el tiempo que estuve perdido en su laberinto, sin poder salir al exterior a causa de la maldición de su guardián. Pero superé la prueba con maestría y valor y ahora soy caballero defensor del honor del laberinto.